sábado, 24 de julio de 2010

SONDESBORG



por Manolo Coss

Lars se detuvo frente a la puerta de su apartamento, espetó dos estruendosos zapatazos para sacudir la nieve de sus botas, abrió la puerta, se desenroscó la bufanda del cuello y pegó el grito de rutina, “¡Greta llegué, vengo con hambre de vikingo”!

A las 4:30 pm la oscuridad era absoluta, por lo que prendió la luz del estrecho recibidor donde colgó su abrigo y abandonó el apestoso calzado chorreando agua.

Tropezó con los muebles de pino que componían la sala-comedor, encendió otra bombilla y descubrió sobre la mesa una notita: “Johansson, tienes la cena en la nevera, estoy en gestiones de empleo, G.”

Detestaba que su esposa le llamara por su apellido, que evocaba un ancestral y desconocido pariente, pero el hambre vespertina ocupaba ahora toda su atención.

Regresó cansado de Göteborg, luego de pasar el día de llenando formularios y solicitudes de empleo en la ciudad portuaria más grande de Escandinavia. Hacía más de un mes que había cerrado la fábrica Ericsson de su pueblo que mudó operaciones a Bratislava donde explotaría la mano de obra diestra y barata de los eslovacos.

Outsourcing, le llaman los globalizadores de la codicia a estas mudanzas que multiplican sus ganancias al pagar peores sueldos y esquivar las molestosas y “poco competitivas” leyes ambientales y laborales nórdicas. En la India, Bangladesh, China y Paquistán el trabajo semiesclavo produce la ropa que vestimos, los muebles que ocupamos y en la recién redescubierta Europa del este, obreros diestros y educados realizan las operaciones más complicadas por salarios de hambre.

Por eso, luego de una década ensamblando teléfonos celulares para “la gran familia Ericsson”, repentinamente Lars quedaba huérfano de empleo. El título de “asociado”, al que le habían ascendido hace apenas unos años, no aparecía en la carta de despido.

Desde entonces había adoptado medidas de emergencia para reemplearse o por lo menos no arruinar su calidad de vida.

“El desempleo paga bien, pero necesito un salario estable para asegurar las vacaciones de agosto en la Costa Brava, como todos los años”, se quejaba con sus amigos, también recién desempleados del pintoresco pueblito de Liseberg.

Abrió la nevera y descubrió la cena que había dejado Greta. “¡Oh Thor, otra vez sondesborg”!, por quinto día consecutivo comería las sobras del fin de semana, ahora montadas en el puto pan de centeno.

“Tengo que emplearme antes de que el pescado seco y la carne embutida rancia acaben por envenenarnos!”, pensó desesperado.

Lo que hasta hace unos meses había sido una divertida y folkrórica manera de reciclar la cena, ahora convertida en recurso único y recurrente, era un vómito anticipado.

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