por LUIS YÁÑEZ-BARNUEVO*
Honduras es un pequeño, pobre y lejano país cuyos problemas no logran movilizar al Parlamento europeo, con clara mayoría de las derechas, que desde el 28 de junio de 2009 no ha aprobado una resolución condenatoria del golpe de Estado, aunque sí lo han hecho el Consejo y la Comisión.
Y, sin embargo, lo que está ocurriendo allí corre el alto riesgo de convertirse en un precedente perverso no sólo para el futuro de Honduras, sino para otros muchos países subdesarrollados de incierta institucionalidad, vulnerables, en suma.
Las elecciones del 29 de noviembre –en ausencia de observadores internacionales y bajo la administración del gobierno de facto– han dado la victoria al conservador (Porfirio) Pepe Lobo, pero si este no abre un diálogo (también con Zelaya, el presidente depuesto) ni consigue un acuerdo nacional, ni un gobierno de unidad y reconciliación antes de su toma de posesión el 27 de enero de 2010 se habrá consumado el llamado “golpe de Estado blando”, relativamente incruento, temporal, y aquí paz y después gloria.
Todo empezó cuando el presidente de Honduras, Manuel Zelaya, pretendió celebrar una consulta popular para saber si el pueblo hondureño estaba o no de acuerdo con convocar una Asamblea Constituyente. Encontró la frontal oposición del Congreso de los Diputados, del Tribunal Supremo, de los partidos tradicionales –entre ellos el suyo, el Partido Liberal–, y la gran mayoría de los medios de comunicación, que veían en la iniciativa, idéntica a las emprendidas en Venezuela, Bolivia, Ecuador…, un primer paso para convertir Honduras en un satélite del chavismo.
Lo importante no es, ahora, saber si los opositores a Zelaya tenían o no razón; lo relevante es que no siguieron la vía constitucional y democrática para destituirlo, porque, desde el momento en que una unidad regular del Ejército hondureño asaltó la casa del presidente, lo secuestró y lo trasladó a la fuerza al país vecino de Costa Rica, cometieron un delito contra el orden constitucional que no podía ni debía ser aceptado por la comunidad internacional democrática.
Y no lo fue. Tanto la OEA como Naciones Unidas y la UE condenaron el golpe y exigieron la reposición de Zelaya y la vuelta al orden constitucional. Pronto hubo consenso en torno a la mediación del Premio Nobel de la Paz y presidente de Costa Rica, Óscar Arias, quien propuso un plan de retorno a la democracia que, después de semanas, fue más o menos aceptado por las partes y que incluía un Gobierno de unidad y reconciliación nacional, una comisión internacional de verificación e, incluso, la renuncia de Zelaya a convocar la consulta que estaba en el origen del conflicto. Zelaya aceptó y, aparentemente, el autoproclamado presidente tras el golpe, Micheletti, también.
Y digo aparentemente porque ahora se ha comprobado que la estrategia de los golpistas –apoyados por la derecha de toda América, la jerarquía de la Iglesia católica, el Partido Republicano de EEUU y el PP europeo– era ganar tiempo y llegar a las elecciones presidenciales, legislativas y municipales en Honduras, previstas para el 29 de noviembre, sin reponer al presidente legítimo cuyo mandato termina el 27 de enero y reconocer el resultado de las elecciones, entregar el poder al presidente electo, olvidar lo ocurrido y, poco a poco, conseguir que la comunidad internacional reconozca por “realismo político” la nueva situación.
Ya al final de la campaña electoral, y sobre todo tras las elecciones, la solidez de la Organización de Estados Americanos frente al golpismo hondureño se ha ido resquebrajando por el relativismo de algunos gobiernos (Panamá, Costa Rica, Colombia, Canadá y, más importante, EEUU), que se inclinan por aceptar sin más al presidente electo el 29 de noviembre, debilitando de paso la posición de los que apoyaban la aplicación de los acuerdos de San José-Tegucigalpa. El caso de la Administración Obama requiere un breve análisis. Ha sido clave la evolución de la Administración Obama que, de una firme condena del golpe, de la que no se ha desdicho, pasó a insinuar un reconocimiento del presidente electo, lo que le ha dado resultados, porque los senadores republicanos más derechistas que bloqueaban el nombramiento del nuevo secretario de Estado adjunto para América Latina, Arturo Valenzuela, han levantado su veto y este ha podido tomar posesión.
Pero la pregunta principal sigue en pie: ¿se puede aceptar que un presidente constitucional al que le quedan seis meses de mandato sea depuesto por la fuerza y que después de todo continúe igual? ¿Qué va a pasar con Zelaya, que continúa refugiado en la embajada de Brasil en Tegucigalpa? ¿Serán llevados ante la Justicia los que asesinaron, torturaron y persiguieron a activistas de la resistencia zelayista o cerraron medios de comunicación contrarios al golpe?
El problema será, como anuncié al principio, que en el futuro ninguna democracia de país vulnerable estará segura, porque siempre tendrán la Espada de Damocles de la “doctrina Honduras”. Es lamentable que a esa, llamémosle, doctrina, haya contribuido con un entusiasmo digno de mejores causas el PP español, que no sólo no condenó el golpe, sino que ha contribuido activamente a su consolidación enviando una delegación a Tegucigalpa en octubre y otra, de nuevo, el día de las elecciones, haciéndose pasar por delegación del Parlamento europeo, lo que era falso y ellos lo sabían.
Quien esto firma, no simpatiza en absoluto con el chavismo y sus métodos, que están cercenando las libertades y los derechos humanos en Venezuela y en Nicaragua, especialmente, pero si la derecha no ha encontrado otra forma de “pararle los pies” a Hugo Chávez a costa del pueblo hondureño, mucho nos tememos que el gorilismo vuelve por sus fueros a América Latina y que el consenso alcanzado en torno al Estado de derecho y la democracia que hoy es general en América Latina, con la sola excepción de Cuba, esté de nuevo en peligro, porque, si la derecha llega a la conclusión que no puede ganar elecciones, recurrirá de nuevo al golpismo. Quisiera equivocarme.
*Luis Yáñez-Barnuevo es eurodiputado socialista. Artículo del 14 Dic 2009, en la sección opinión del diario Público de Madrid.
No hay comentarios:
Publicar un comentario